Parte primera: Capítulo vigésimoquinto




Que trata de las extrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitacion que hizo a la penitencia de Beltenebros

Despidióse del cabrero Don Quijote, y subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo como sin jumento, de muy mala gana. Ibanse poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que él comenzase la plática por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo: señor Don Quijote, vuestra merced me eche su bendicion y me de licencia, que desde aquí me quiero volver a mi casa, y a mi mujer y a mis hijos, con los cuales por lo menos hablaré y departiré todo lo que quisiere, porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades de día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los animales hablaren, como hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con Rocinante lo que me viniera en gana, y con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida, y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y con todo esto nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo. Ya te entiendo, Sancho, respondió Don Quijote, tú mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado, y di lo que quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en cuanto anduviéremos por estas sierras. Sea así, dijo Sancho, hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será y comenzando a gozar de este salvoconducto digo: ¿que qué le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella reina Magimasa, o cómo se llame? ¿O qué hacia al caso que aquel abad fuese su amigo, o no? Que si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro y las coces, y aun más de seis torniscones.

A fe, Sancho, respondió Don Quijote, que si tú supieras, como yo sé, cuán honrada y cuán principal señora era la reina Madasima, yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que ella era su amiga, es disparate digno de muy gran castigo. Y porque veas que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin juicio. Eso digo yo, dijo Sancho, que no había para qué hacer cuenta de las palabras de un loco, porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced, y encaminara el guijarro a la cabeza como le encaminó al pecho, buenos quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora, que Dios cohonda; ¡pues montas, que no se librara Cardenio por loco! Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madasima, a quien yo tengo particular afición por sus buenas partes, porque fuera de haber sido fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas, y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia, y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentirán otras doscientas todos los que al pensaren y dijeren. Ni yo lo digo ni lo pienso, respondió Sancho, allá se lo hayan, son su pan se lo coman; si fueron amancebados o no, a Dios habrán dado cuenta. De mis viñas vengo, no sé nada, no soy amigo de saber vidas ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente; cuanto más que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano. Mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos, y no hay estacas; ¿mas quién puede poner puertas al campo? Cuanto más que de Dios dijeron...

¡Válca de alcanzar la perfección de la caballería; y una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudando su nombre en el de Beltenebros, nombre por cierto significativo y propio para la vida que él de su voluntad había escogido. Así que me es a mí más fácil imitarle en esto, que no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamientos; y pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para que se deje pasar la ocasión que ahora con tanta comodidad me ofreces sus guedejas.

En efecto, dijo Sancho, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar? Ya no te he dicho, respondió Don Quijote, que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldan, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas, e hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura. Y puesto que yo no pienso imitar a Roldan, Orlando o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere en las que parecieren ser más esenciales y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadis, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.

Paréceme a mí, dijo Sancho, que los caballeros que lo tal ficieron, fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias. Pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado? ¿O qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano? Ahí está el punto, respondió Don Quijote, y esa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión, y dar a entender a mi dama, que si en seco hago esto, qué hiciera en mojado; cuanto más que harta ocasión tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea del Toboso, que como ya oíste decir a aquel pastor de marras Ambrosio, quien está ausente todos los males tiene y teme. Así que, Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista imitación. Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia, y si fuere al contrario seré loco de veras, y siéndolo no sentiré nada. Así que de cualquiera manera que responda, saldré del conflicto y trabajo en que me dejares, gozando el bien que me trujeres, por cuerdo, o no sintiendo el mal que me aportares, por loco.

Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de Mambrino? Que ya vi que le alzaste del suelo, cuando aquel desagradecido le quiso hacer pedazos; pero no pudo, donde se puede echar de ver la fineza de su temple.

A lo cual respondió Sancho: vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías, y de alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña o patraña, o como lo llamáremos, porque quien oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de Mambrino, y que no salga deste error en más de veinticuatro horas, ¿qué ha de pensar, sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La bacía yo la llevo en el costal toda abollada, y llévola para aderezarla en mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia que algún día me vea con mi mujer y hijos.

Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste, te juro, dijo Don Quijote, que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo. ¿Qué es posible que en cuanto ha que andas conmigo no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no porque sea ello así, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su gusto y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos, y así eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mi el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa: y fue para providencia del sabio que es de mi parte, hacer que parezca bacía a todos, lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguiría por quitármele; pero como ven que no es más de un bacin de un barbero, no se curan de procuralle, como se mostró bien en el que quiso rompelle, y le dejó en el suelo sin llevarle, que a fe si le conociera que nunca él le dejara. Guárdale, amigo, que por ahora no lo he menester, que antes me tengo de quitar todas estas armas y quedar desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad de seguir en mi penitencia más a Roldan que a Amadís.

Llegaron en estas pláticas al pie de una alta montaña, que casi como peñon tajado estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban. Había por allí muchos árboles silvestres y algunas plantas y flores que hacían el lugar apacible.

Este sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia, y así en viéndole comenzó a decir en voz alta, como si estuviera sin juicio: Este es el lugar, oh cielos, que disputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mismos me habeís puesto: este es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continuos y profundos suspiros moverán a la continua las hojas destos montaraces árboles, el testimonio y señal de la pena que mi asenderado corazón padece. Oh vosotros, quien quiera que seais, rústicos dioses, que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oid las quejas deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura. Oh vosotras, Napeas y Dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras de los montes, así los ligeros y lascivos Sátiros, de quien sois, aunque en vano, amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o a lo menos no os canséis de oilla. Oh Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te la de buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el lugar y el estado a que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas al que a mi fé se le debe. Oh solitarios árboles, que desde hoy en adelante habéis de hacer compañía a mi soledad, dad indicio, con el blando movimiento de vuestras ramas, que no os desagrada mi presencia. Oh tú, escudero mio, agradable compañero en mis prósperos y adversos sucesos, toma bien en la memoria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes y recites a la causa total de todo ello.

Y diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un momento le quitó el freno y la silla, y dándole una palmada en las ancas le dijo: libertad te da el que sin ella queda, oh caballo tan extremado por tus obras cuan desdichado por tu suerte; vete por do quisieres, que en la frente llevas escrito, que no te igualó en ligereza el Hipógrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino que tan caro le costó a Bradamente.

Viendo esto Sancho, dijo: Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar el rucio, que a fe que no faltaran palmadicas que dalle ni cosas que decille en su alabanza; pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no había para qué, que a él no le tocaban las generalas de enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo cuando Dios quería: y en verdad, señor caballero de la Triste Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced van de veras, que sea bien tornar a ensillar a Rocinante para que supla la falta del rucio, porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta, que si la hago a pie no sé cuando llegaré ni cuando volveré, porque en resolución soy mal caminante.

Digo, Sancho, respondió Don Quijote, que sea como tú quisieres, que no me parece mal tu designio, y digo que de aquí a tres días te partirás, porque quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo digas. Pues ¿qué más tengo que ver, dijo Sancho, que lo que he visto? Bien estás en el cuento, respondió Don Quijote: ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las armas, y darme de calabazadas por estas peñas, con otras cosas de este jaez que te han de admirar. Por amor de Dios, dicho Sancho, que mire vuestra merced como se da esas calabazadas, que a tal peña podría llegar, ya en tal punto, que con la primera se acabase la máquina desta penitencia. Y sería yo de parecer que ya que a vuestra merced le parece que son aquí necesarias calabazadas, y que no se puede hacer esta obra sin ellas, se contentase, pues todo eso es fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo, con dárselas en el agua, o en alguna cosa blanda como algodón, y déjeme a mí el cargo, que yo diré a mi señora, que vuestra merced se las daba en una punta de peña más dura que la de un diamante.

Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho, respondió Don Quijote; mas quiérote hacer sabedor de que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras, porque de otra manera sería contravertir a las órdenes de la caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa por otra lo mismo es que mentir: así, que mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada del sofístico ni del fantástico, y será necesario que me dejes algunas hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el bálsamo que perdimos. Más fue perder el asno, respondió Sancho, pues se perdieron en él las hilas y todo, y ruégole a vuestra merced que no se acuerde más de aquel maldito brebaje, que en solo oirle mentar se me revuelve el alma, no y cuanto más el estómago. Y más le ruego, que haga cuenta que son ya pasados los tres días que me ha dado de término para ver las locuras que hace, que ya las doy por vistas y por pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora, y escriba la carta y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a sacar a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo.

¿Purgatorio le llamas, Sancho? dijo Don Quijote. Mejor hiciera en llamarle infierno, aun pero, si hay otra cosa que lo sea. Quien ha infierno, respondió Sancho, nulla esta retentio, segun he oido decir. No entiendo que quiere decir retentio, dijo Don Quijote. Retentio es, repondió Sancho, que quien está en el infierno nunca sale del ni puede, lo cual será al revés en vuestra merced, o a mi me andarán mal los pies, si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante: y póngame yo una por una en el Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que yo le diré tales cosas de las necedades y locuras (que todo es uno) que vuestra merced ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner más blanda que un guante, aunque la halle más dura que un alcornoque, con cuya respuesta dulce y melificada volveré por los aires como brujo, y sacaré a vuestra merced deste purgatorio que parece infierno, y no lo es, pues hay esperanza de salir del, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa. Asi es la verdad, dijo el de la Triste Figura; ¿pero qué haremos para escribir la carta? Y la libranza pollinesca también, añadió Sancho. Todo irá inserto, dijo Don Quijote; y sería bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos como hacían los antiguos, en hojas de árboles, o en unas tablitas de cera, aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como el papel.

Mas ya me ha venido a la memoria donde será bien y aun más que bien escribilla que es en el librillo de memoria que fue de Cardenio, y tú tendrás cuidado de hacella trasladar en papel, de buena letra en el primer lugar que hallares donde haya maestro de escuela de muchachos, o si no, cualquiera sacristan te la trasladará ; y no se la des a trasladar a ningún escribano que hace letra procesada, que no la entenderá Satanás. Pues ¿qué se ha de hacer de la firma? dijo Sancho. Nunca las cartas de Amadís se firman, respondió Don Quijote. Está bien, respondió Sancho; pero la libranza forzosamente se ha de firmar, y esa si se traslada dirán que la firma es falsa, y quedaréme sin pollinos.

La libranza irá en el mismo librillo firmada, que en viéndola mi sobrina no pondrá dificultad en cumplilla, y en lo que toca a la carta de amores, pondrás por firma: Vuestro hasta la muerte el Caballero de la Triste Figura. Y hará poco al caso que vaya de mano ajena porque, a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin extenderse a más que a un honesto mirar, y aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba; tal es el recato y encerramiento con que sus padres Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales la han criado.

Ta, ta, dijo Sancho. Qué ¿la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo? Esa es, dijo Don Quijote, y es la que merece ser señora de todo el universo. Bien la conozco, dijo Sancho, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. Vive el dador, que es moza de chapa, hecha y derecha, y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o andar, que la tuviere por señora. ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campanario de la aldea a llamar unos zagales suyos, que andaban en un barbecho de su padre, y aunque estaban de allí más de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre; y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana, con todos se burla, y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse, que nadie habrá que lo sepa, que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo y querría ya verme en camino, sólo por vella, que ha muchos días que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire: y confieso a vuestra merced una verdad, señor Don Quijote, que hasta aquí he estado en una grande ignorancia, que pensaba bien fielmente que la señora Dulcinea debía de ser alguna princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o alguna persona tal que mereciese los ricos presente que vuestra merced le ha enviado, así el del vizcaíno como el de los galeotes, y otros mucho que deben ser, según deben de ser muchas las victorias que vuestra merced ha ganado y ganó en el tiempo que yo aún no era su escudero: pero bien considerado, ¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo a la señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante della los vencidos que vuestra merced envia y ha de enviar? Porque podría ser que al tiempo que ellos llegasen estuviese ella rastrillando lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se riese y enfadase del presente.

Ya te tengo dicho antes de ahora muchas veces, Sancho, dijo Don Quijote, que eres muy grande hablador, y que aunque de ingenio boto, muchas veces despuntas de agudo, mas para que veas cuán necio eres tú, y cuán discreto soy yo, quiero que me oigas un breve cuento.

Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y sobre todo desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, rollizo y de buen tomo. Alcanzólo a saber su mayor, y un día dijo a la buena viuda, por vía de fraternal reprensión: maravillado estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como Fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos presentados y tan teólogos, en quien vuestra merced pudiera escoger como entre peras, es decir, este quiero, aqueste no quiero. Mas ella le repondió con mucho donaire y desenvoltura: vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo, si piensa que yo he escogido mal en Fulano por idiota que le parece, pues para lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe y más que Aristóteles: así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra; si que no todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen.

¿Piensas tú que las Amarilis, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquellos que las celebran y celebraron? No por cierto, sin que las más se las finge por dar sujeto a sus versos, y porque los tengan por enamorados y por hombres que tiene valor para serlo: y así bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, y en lo de linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información dél para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo, porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama pocas le llegan: y para concluir con todo, yo me imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéricas, griega, bárbara o latina; y diga cada uno lo que quisiera, que si por esto fuere reprendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.